Zazie en el Metro

Zazie en el Metro

Author:Raymond Queneau
Language: es
Format: mobi
Published: 2011-04-04T22:00:00+00:00


CAPÍTULO X

A causa de la huelga de los funiculares y de los metrolebuses, rodaba por las calles mayor número de vehículos diversos, en tanto que, a lo largo de las aceras, peatones y peatonas, fatigados o impacientes, hacían auto-stop, fundando el principio de su logro en la solidaridad inusitada que debía suscitar en los usuarios las dificultades de la situación.

Trouscaillon se situó también en el bordillo de la acera y, sacando un silbato de su bolsillo, extrajo de él algunos sonidos desgarradores.

Los coches que pasaban prosiguieron su camino. Unos ciclistas lanzaron alegres gritos y se fueron, despreocupados, hacia su destino. Los dos ruedas motorizados aumentaron su estruendo y no se pararon. Por lo demás, no era a ellos a quienes se dirigía Trouscaillon.

Hubo un claro. Un atasco radical debió de haber congelado en alguna parte toda la circulación. Luego, una conducción interior, aislada pero bien fútil, hizo su aparición. Trouscaillon zureó. Esa vez, el vehículo frenó.

—¿Qué pasa? —preguntó el conductor agresivamente a Trouscaillon que se acercaba—. No he hecho nada malo. Conozco muy bien el código de circulación. Jamás me han multado. Y traigo mi documentación. Entonces, ¿qué? Sería mejor que se fuese usted a hacer funcionar el metro en vez de estar aquí fastidiando a los buenos ciudadanos. ¿No le basta con eso? ¡Caray, lo que necesita!

Se va.

—¡Bravo, Trouscaillon! —grita de lejos Zazie, adoptando un aire muy serio.

—No hay que humillarle así —dijo la viuda Mouaque—, que eso le va a restar facultades.

—Ya me había dado cuenta de que era un becerro.

—¿No le encuentra guapo mozo? —Hace un rato —dijo Zazie severamente— encontraba de su gusto a mi tío. ¿Es que los necesita a todos?

Un trino de sones agudos llamó de nuevo su atención acerca de las hazañas de Trouscaillon. Eran mínimas. El atasco debió de haberse resuelto en algún sitio y un chorro de vehículos discurría lentamente delante del gurimán, pero su pequeño silbato no parecía impresionar a nadie. Después, de nuevo, la oleada se enrareció, por haberse vuelto a producir una coagulación de nuevo en el sitio x.

Una vulgar conducción interior hizo su aparición. Trouscaillon zureó. El vehículo se paró.

—¿Qué pasa? —preguntó el conductor agresivamente a Trouscaillon que se acercaba—.No he hecho nada malo. Tengo mi permiso de conducir. Jamás me han multado. Y tengo mis documentos. Entonces, ¿qué? Sería mejor que se fuese usted a hacer funcionar el metro en vez de estarse aquí fastidiando a los buenos ciudadanos. ¿No le basta con eso? Bueno, pues vaya a hacerse ver por los marroquíes.

—¡Oh! —exclamó Trouscaillon, ofendido.

Pero el tipo se había ido.

—Bravo, Trouscaillon —grita Zazie en el colmo del entusiasmo en el que nada con arrobo.

—Cada vez me gusta más —dice la viuda Mouaque en voz baja.

—Está usted completamente majareta —susurra Zazie.

Trouscaillon, fastidiado, empezaba a dudar de las virtudes del uniforme y de su silbato. Estaba sacudiendo el objeto citado para secarlo de toda la saliva que había vertido en él, cuando una vulgar conducción interior vino a estacionarse ante él. Una cabeza asomó de la carrocería



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